Cuento El Espantapájaros Samurái y la Calabaza Embrujada
En un pequeño pueblo japonés, rodeado de montañas y bosques, había un campo de calabazas que era el orgullo de todos los aldeanos. Este campo no era como cualquier otro, pues las calabazas que crecían allí eran mágicas y brillaban con una luz suave y dorada durante la noche. La leyenda contaba que un antiguo hechizo las protegía, y que solo un guardián especial podía defenderlas de cualquier mal.
Cada Halloween, las calabazas atraían la atención de espíritus y fantasmas traviesos que deseaban robar su luz mágica. Para proteger el campo, los aldeanos habían creado un espantapájaros muy especial: el Espantapájaros Samurái. Vestido con una armadura hecha de paja y madera, y con un casco que recordaba a los antiguos guerreros samuráis, este espantapájaros cobraba vida cada noche de Halloween.
Esa noche, el cielo estaba despejado y la luna llena iluminaba el campo con su resplandor plateado. Un grupo de niños del pueblo, vestidos con disfraces de Halloween, decidió visitar el campo de calabazas para ver al famoso Espantapájaros Samurái. Entre ellos estaban Akira, una niña valiente disfrazada de ninja, Yuki, un niño travieso vestido de zorro, y Hana, una pequeña con un vestido de princesa.
Al llegar al campo, los niños vieron cómo el Espantapájaros Samurái despertaba. Sus ojos de botón brillaban con una luz azul, y su armadura crujía mientras se movía. El espantapájaros saludó a los niños con una reverencia y les explicó su misión.
“Bienvenidos, pequeños valientes. Esta noche, los fantasmas traviesos vendrán a robar las calabazas mágicas. Necesitaré vuestra ayuda para protegerlas,” dijo el Espantapájaros Samurái con voz grave pero amable.
De repente, el aire se llenó de risas y susurros. Los fantasmas habían llegado. Eran seres traslúcidos con formas cambiantes, llenos de travesura. Akira, Yuki y Hana se prepararon para ayudar al espantapájaros.
Los niños y el Espantapájaros Samurái idearon un plan. Utilizaron linternas de papel para iluminar el campo y asustar a los fantasmas con su luz. Akira, con sus habilidades de ninja, se movía sigilosamente entre las calabazas, colocando las linternas en posiciones estratégicas. Yuki usaba su disfraz de zorro para engañar a los fantasmas, haciéndolos perseguir sombras ilusorias. Hana, con su vestido de princesa, cantaba una melodía mágica que había aprendido de su abuela, una canción que mantenía a raya a los espíritus.
Los fantasmas, sorprendidos por la valentía y la astucia de los niños, comenzaron a retroceder. Sin embargo, uno de ellos, más grande y más travieso que los demás, logró acercarse a una de las calabazas más brillantes. El Espantapájaros Samurái corrió hacia el fantasma, desenvainando una espada de bambú que brillaba con un resplandor azul.
Con un movimiento rápido y preciso, el espantapájaros espantó al fantasma, que soltó la calabaza y se desvaneció en la noche. Los demás fantasmas, asustados por la fuerza y la determinación del Espantapájaros Samurái y los niños, desaparecieron entre risas y susurros.
Cuando la última risa fantasmal se desvaneció, el campo de calabazas quedó en silencio, iluminado solo por la suave luz de las calabazas mágicas y las linternas de papel. El Espantapájaros Samurái se volvió hacia los niños y les agradeció.
“Gracias, pequeños valientes. Habéis demostrado gran coraje y astucia. Las calabazas están a salvo gracias a vosotros.”
Los niños sonrieron, orgullosos de su hazaña. Sabían que siempre recordarían esa noche mágica de Halloween en el campo de calabazas.
Con la primera luz del amanecer, el Espantapájaros Samurái volvió a su posición, inmóvil y vigilante, esperando la próxima noche de Halloween. Y los niños, después de despedirse, regresaron al pueblo con una historia increíble para contar, una historia de valentía, amistad y magia que se convertiría en parte de la leyenda del Espantapájaros Samurái y la Calabaza Embrujada.