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El taller de emociones

Cuento El taller de emociones

Capítulo 1: El despertar de la ira

En un pequeño pueblo lleno de colinas verdes y flores coloridas, vivía un niño llamado Leo. Leo tenía ocho años, cabello rizado y unos ojos tan brillantes como el sol. Era un niño alegre, pero últimamente, algo dentro de él había cambiado. Cada vez que las cosas no salían como él quería, sentía un calor subirle por el pecho y su cara se ponía roja de ira.

Un día, mientras jugaba con su hermana pequeña, Ana, ocurrió algo que desató su furia. Ana, sin querer, rompió el castillo de bloques que Leo había estado construyendo durante horas. Leo gritó y empujó a Ana, quien comenzó a llorar desconsoladamente. Sus padres, Marta y Pedro, acudieron rápidamente al cuarto de juegos.

—Leo, eso no está bien —dijo su madre con voz firme pero amable—. Empujar a tu hermana no es la forma de manejar tu enojo.

—¡Pero ella rompió mi castillo! —gritó Leo, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.

—Sé que estás enojado, pero hay mejores maneras de expresar tus sentimientos —dijo su padre, agachándose a su nivel—. Tenemos que encontrar una forma de ayudarte con esto.

Esa noche, después de cenar, Marta y Pedro se sentaron con Leo en la sala de estar. Le explicaron que habían notado que últimamente se enojaba mucho y que querían ayudarlo a encontrar una manera mejor de manejar su ira. Leo, aunque aún molesto, estaba dispuesto a escuchar.

—Mañana hay un taller de arte en el centro comunitario —dijo su madre—. Se llama “El taller de emociones”. Creemos que podría ser una buena oportunidad para que aprendas a expresar tus sentimientos de una manera diferente.

—¿Arte? —preguntó Leo, sorprendido—. Pero no soy muy bueno dibujando.

—No se trata de ser bueno o malo en el arte —explicó Pedro—. Se trata de usar el arte para entender y manejar tus emociones. Además, nosotros iremos contigo.

Leo asintió, aunque no estaba muy convencido. Sin embargo, la idea de hacer algo diferente y tener a sus padres a su lado le daba un poco de esperanza.

Capítulo 2: La magia del arte

A la mañana siguiente, la familia se dirigió al centro comunitario. El lugar estaba lleno de niños y padres, todos esperando a que comenzara el taller. Un amable señor mayor, con una barba blanca y ojos llenos de sabiduría, se presentó como el instructor. Se llamaba don Alberto.

—Bienvenidos al taller de emociones —dijo con una sonrisa cálida—. Hoy vamos a aprender cómo expresar nuestras emociones a través del arte.

Leo miró a su alrededor y vio pinceles, pinturas, arcilla y muchas hojas de papel. Había algo en el ambiente que le hacía sentirse un poco más tranquilo. Don Alberto los guió a través de varios ejercicios. Primero, les pidió que cerraran los ojos y pensaran en un momento en que se sintieron muy enojados.

—Ahora, con los ojos cerrados, quiero que imaginen que su enojo es un color —dijo don Alberto—. ¿Qué color sería? ¿Rojo, como el fuego? ¿Negro, como una tormenta?

Leo imaginó su enojo como un rojo brillante y caliente. Abrió los ojos y vio que sus padres también estaban inmersos en el ejercicio.

—Vamos a tomar esos colores y plasmarlos en el papel —continuó don Alberto—. No se preocupen por cómo se ve, solo dejen que sus emociones fluyan.

Leo tomó un pincel y sumergió las cerdas en la pintura roja. Al principio, dudó, pero luego empezó a hacer trazos largos y rápidos. Sentía cómo el enojo salía de su cuerpo y se transformaba en algo tangible. Sus padres también estaban pintando, cada uno con colores y movimientos diferentes.

Después de un rato, don Alberto les pidió que se detuvieran y observaran sus obras. Leo miró su papel y vio una maraña de líneas rojas. No era bonito, pero sentía que parte de su enojo se había quedado atrapado ahí.

—El arte es una forma poderosa de expresar lo que sentimos —dijo don Alberto—. A veces, solo necesitamos liberar nuestras emociones para poder entenderlas mejor.

A continuación, don Alberto les dio un bloque de arcilla a cada uno y les pidió que moldearan algo que representara la paciencia. Leo frunció el ceño, pensando en cómo hacer eso. Su madre comenzó a modelar una flor y su padre una montaña.

Leo se quedó mirando la arcilla, sintiendo que sus manos querían moverse. Empezó a moldear sin un plan claro, solo dejando que sus dedos trabajaran. Poco a poco, fue formando una tortuga. Era una figura sencilla, pero había algo en la lentitud y constancia de la tortuga que le recordaba la paciencia.

—Muy bien, Leo —dijo don Alberto al ver su creación—. Las tortugas son un excelente símbolo de paciencia. Se mueven lentamente, pero siempre llegan a su destino.

Leo sonrió por primera vez en todo el día. Sentía una mezcla de satisfacción y calma que no había experimentado antes. Sus padres también le sonrieron, orgullosos de su esfuerzo.

Después del taller, don Alberto reunió a todos y les pidió que compartieran sus experiencias. Algunos niños hablaron de sus pinturas y figuras de arcilla, y cómo les habían ayudado a sentirse mejor. Leo escuchó atentamente y, cuando fue su turno, se levantó con un poco de nerviosismo.

—Hice una tortuga —dijo, sosteniéndola con cuidado—. Me recordó que necesito ser más paciente. Hoy aprendí que puedo usar el arte para sentirme mejor cuando estoy enojado.

Sus palabras resonaron en la sala y todos aplaudieron. Leo sintió un calor diferente en su pecho, uno que no era de ira, sino de orgullo y alegría.

De camino a casa, Marta y Pedro felicitaron a Leo por su valentía y esfuerzo. Leo, con su tortuga en las manos, se sentía más ligero y más conectado con sus padres.

—Estoy muy orgullosa de ti, Leo —dijo su madre—. Aprender a manejar nuestras emociones es un gran paso.

—Y recuerda, siempre estaremos aquí para ayudarte —añadió su padre.

Leo asintió, sabiendo que tenía el apoyo incondicional de su familia. A partir de ese día, cada vez que sentía la ira subiendo por su pecho, pensaba en la tortuga y en el taller de emociones. Poco a poco, aprendió a transformar su ira en algo creativo y positivo, descubriendo que la paciencia y la comprensión podían hacer de él una persona más fuerte y feliz.

Fin.