
Cuento la Navidad en la que aprendimos a escucharnos
En el pequeño pueblo de Brillaviento, la Navidad siempre llegaba envuelta en luces, villancicos y olor a galletas recién hechas. Las casas se adornaban con guirnaldas brillantes y en la plaza se levantaba un enorme abeto que parecía tocar el cielo. Sin embargo, aquel año algo era diferente. Aunque todo lucía igual por fuera, por dentro muchas personas se sentían desconectadas unas de otras.
En la casa de la familia Robles vivían Alba, su hermano mayor Leo y sus padres. Normalmente, diciembre era su mes favorito, pero esa vez discutían por casi todo: qué película ver, qué música poner, incluso quién colgaba la estrella en el árbol. Cada uno hablaba al mismo tiempo, sin escuchar al otro. Las palabras se atropellaban como copos de nieve empujados por el viento.
Una tarde, mientras la lluvia golpeaba suavemente las ventanas, la abuela Clara llegó de visita. Tenía el cabello blanco como el azúcar glas y unos ojos tranquilos que parecían entenderlo todo. Traía consigo una pequeña caja de madera, vieja y algo gastada.
—Este año os traigo un regalo diferente —dijo con una sonrisa—. No se abre con las manos, sino con el corazón.
Dentro de la caja había una campanilla dorada. No era grande ni llamativa, pero al moverla sonaba suave, como un susurro.
—Esta es la campana de la escucha —explicó la abuela—. Solo puede sonar cuando alguien habla con respeto y los demás escuchan de verdad.
Alba frunció el ceño, Leo se encogió de hombros y los padres intercambiaron una mirada curiosa. Aun así, aceptaron el juego. La abuela propuso una regla sencilla: quien tuviera la campana podría hablar, y los demás debían escuchar sin interrumpir.
Al principio fue extraño. Leo tomó la campana y dijo que se sentía frustrado porque siempre pensaban que, por ser el mayor, debía hacerlo todo perfecto. Alba, al escucharlo en silencio, se dio cuenta de que nunca había pensado en eso. Cuando fue su turno, confesó que a veces se sentía invisible, como si nadie notara sus ideas.
Poco a poco, la campana fue pasando de mano en mano. Cada palabra parecía limpiar el aire, como si abrieran una ventana después de mucho tiempo. No todo fue fácil: hubo lágrimas, silencios largos y miradas tímidas. Pero también hubo abrazos y sonrisas nuevas, más sinceras.
Al día siguiente, Alba y Leo llevaron la campana a la plaza del pueblo. Allí, otros niños discutían por quién encendería las luces del abeto. Alba hizo sonar la campanilla y explicó su secreto. Al principio se rieron, pero aceptaron probar. Para sorpresa de todos, funcionó. Los gritos se transformaron en turnos, y los enfados en acuerdos.
La noticia se extendió rápido. En la panadería, en la escuela y hasta en el ayuntamiento, la gente empezó a usar la campana de la escucha. No era magia de verdad, sino algo más poderoso: atención, respeto y empatía.
La Nochebuena llegó envuelta en un silencio distinto, un silencio lleno de comprensión. En la casa de los Robles, el árbol brillaba con la estrella bien colocada y la mesa estaba lista. Antes de cenar, la abuela Clara hizo sonar la campana una última vez.
—Recordad —dijo— que escuchar es el mejor regalo que podéis dar.
Esa Navidad no fue la más ruidosa ni la más perfecta, pero sí la más cálida. Y desde entonces, en Brillaviento aprendieron que cuando nos escuchamos de verdad, el corazón encuentra siempre su lugar.

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