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Ilustración 3D cartoon de un cuento navidad donde un niño sopla un silbato de madera y sostiene una nota de agradecimiento junto al árbol y el belén, transmitiendo la importancia de valorar lo simple en Nochebuena.

Cuento El pequeño deseo de Nochebuena

En un pueblo cubierto de luces suaves y tejados blancos de escarcha vivía Tomás, un niño de ojos curiosos y manos siempre tibias. La Nochebuena estaba a punto de llegar y, como cada año, el pueblo entero parecía respirar despacio, envuelto en villancicos lejanos y olor a pan recién hecho. En las ventanas brillaban velas y en las casas se escuchaban risas, pero Tomás sentía un nudo pequeño en el pecho.

No era tristeza, exactamente. Era una inquietud. Tomás había escrito su carta con mucho cuidado: pidió un tren eléctrico enorme, con montañas, túneles y luces. Sin embargo, al doblar el papel, algo le hizo dudar. Miró a su alrededor: la mesa sencilla, la estufa encendida, la bufanda que su abuela le había tejido con paciencia. Todo era simple, y aun así, se sentía cálido.

Esa tarde salió a pasear. La nieve crujía bajo sus botas y el aire olía a invierno. En la plaza, el árbol de Navidad brillaba como un cielo cercano. Tomás se sentó en un banco y cerró los ojos. Pensó en su deseo y, por primera vez, se preguntó si eso era realmente lo que necesitaba.

—¿Puedo sentarme? —preguntó una voz suave.

Era la señora Elvira, la panadera. Llevaba una cesta con hogazas humeantes.

—Claro —respondió Tomás.

Elvira le ofreció un trocito de pan caliente. Tomás dio un mordisco y sonrió.

—A veces —dijo ella—, lo más pequeño es lo que más llena.

Tomás guardó esa frase como quien guarda una piedrecita brillante en el bolsillo.

Al seguir su camino, pasó por la casa de Mateo, su amigo. Mateo estaba arreglando un farol viejo con su padre. La luz parpadeaba, tímida pero constante.

—No es nuevo —dijo Mateo—, pero alumbra igual.

Tomás asintió. Cada encuentro parecía dejarle una huella.

Cuando llegó a casa, la abuela estaba colocando el belén. Le faltaba una figurita.

—No importa —dijo la abuela—. Lo importante es lo que representa.

Esa noche, antes de dormir, Tomás volvió a leer su carta. Tomó un lápiz y añadió una línea, pequeña, casi invisible: “Gracias por todo lo que ya tengo”. No cambió su deseo; solo lo acompañó de gratitud.

La Nochebuena llegó con un silencio especial. La familia se reunió alrededor de la mesa. No era grande ni lujosa, pero estaba llena. Compartieron sopa caliente, historias antiguas y risas suaves. Afuera, la nieve caía despacio, como si el mundo escuchara.

Después de cenar, Tomás salió al balcón. Miró las estrellas y cerró los ojos. Pensó en el pan caliente, el farol arreglado, la bufanda de lana. Entonces comprendió que su deseo no era tener más, sino ver mejor lo que ya tenía.

A la mañana siguiente, junto al árbol, encontró un regalo pequeño. No era el tren enorme que había imaginado, sino una caja sencilla. Dentro había un silbato de madera, pulido y suave. Tomás lo llevó a los labios y sopló. El sonido fue claro y alegre.

La abuela sonrió.

—Ese silbato era de tu abuelo —dijo—. Me pareció que te gustaría.

Tomás sintió una emoción tibia recorrerle el pecho. Entendió que ese regalo guardaba historias, manos y tiempo. Lo abrazó como quien abraza un recuerdo.

Ese día salió a la calle y tocó su silbato. Los vecinos se asomaron, sonrieron, saludaron. El sonido viajaba sin prisa, uniendo ventanas y corazones.

Desde entonces, cada Nochebuena, Tomás hace un pequeño deseo: recordar agradecer. Porque aprendió que lo simple no es poco, y que cuando damos gracias, el mundo se vuelve un poco más grande por dentro.

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