
Cuento el niño que aprendió a compartir en Navidad
Había una vez, en un pequeño pueblo cubierto de nieve y luces brillantes, un niño llamado Lucas. Lucas vivía con su familia en una casa cálida, con una chimenea que siempre crepitaba en diciembre y un árbol de Navidad lleno de adornos que brillaban como estrellas. A Lucas le gustaba mucho la Navidad, sobre todo por los regalos. Le encantaba abrirlos, tocarlos, ordenarlos y asegurarse de que nadie más los usara sin permiso.
—Son míos —decía siempre—. Yo los cuido mejor.
Una tarde de invierno, mientras la nieve caía suavemente, Lucas estaba jugando solo en su habitación con su juguete nuevo favorito: un tren de madera que hacía “chu-chú” al rodar. Desde la ventana vio a Clara, una niña del barrio, observándolo con una sonrisa tímida. Ella no tenía muchos juguetes, pero siempre saludaba con alegría.
—¿Puedo jugar contigo un ratito? —preguntó Clara desde la puerta.
Lucas dudó. Miró su tren, luego a Clara, y finalmente negó con la cabeza.
—No, lo siento… es nuevo.
Clara bajó la mirada y se fue en silencio. Lucas siguió jugando, pero algo extraño ocurrió: el tren ya no le parecía tan divertido como antes. Aun así, decidió ignorar ese sentimiento.
Esa noche, durante la cena, la abuela de Lucas contó una historia mientras bebían chocolate caliente.
—En Navidad —dijo con voz suave—, los regalos más importantes no siempre se envuelven en papel. A veces se envuelven en gestos.
Lucas no entendió muy bien, pero esas palabras se quedaron dando vueltas en su cabeza.
Al día siguiente, la maestra anunció en la escuela que harían una campaña solidaria: cada niño podía traer un juguete para compartirlo con otros niños del pueblo.
—No tiene que ser nuevo —explicó—, solo tiene que venir del corazón.
Lucas sintió un nudo en la barriga. Pensó en su tren, en sus coches, en todos sus juguetes. “¿Compartirlos?”, se preguntó. Esa tarde, al llegar a casa, abrió su caja de juguetes y los miró uno por uno. El tren estaba ahí, brillante y bien cuidado.
—¿Y si se rompe? ¿Y si no vuelve? —murmuró.
Pero entonces recordó la cara de Clara y cómo se había ido triste. Sin saber muy bien por qué, Lucas tomó el tren y lo colocó en una caja para la campaña.
El día de la entrega llegó. El salón del pueblo estaba lleno de risas, colores y villancicos. Los niños intercambiaban juguetes, y el ambiente era cálido, como un gran abrazo. Lucas dejó su caja en la mesa y dio un paso atrás. Sentía nervios, pero también curiosidad.
De pronto, escuchó una voz conocida.
—¡Lucas! —era Clara, sosteniendo el tren entre sus manos—. ¡Es precioso! ¿Fue tuyo?
Lucas asintió, un poco avergonzado.
—Quería compartirlo —dijo en voz baja.
Clara sonrió tan fuerte que a Lucas se le iluminó el pecho. Algo dentro de él cambió. Por primera vez, sintió una felicidad diferente, más grande que la de estrenar un juguete.
Esa noche, mientras caminaba de vuelta a casa con su familia, Lucas se sentía ligero, como si su corazón fuera más grande.
—Abuela —preguntó—, ¿eso es lo que querías decir con regalos envueltos en gestos?
La abuela sonrió y le apretó la mano.
—Exactamente.
En Nochebuena, Lucas colocó bajo el árbol un pequeño cartel que decía: “Este año, comparto”. Y aunque recibió menos regalos que otros años, se dio cuenta de que se reía más, hablaba más y se sentía mejor.
Desde entonces, Lucas aprendió que compartir no quita, sino que multiplica. Multiplica sonrisas, amistad y una felicidad que no se rompe ni se guarda en cajas.
Y así, cada Navidad, Lucas recordaba que el mejor regalo no era el que se abría, sino el que se ofrecía con el corazón.

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